El vidrio frío rompió en mil pedazos contra el blanco mármol, y esa blanca reina, que en su blanco castillo habita, grita
de ira.
Sus fríos rasgos no detienen su estridente grito. Su furia, contra su
blanca prisión, contra su blanca piel, no conoce límites. Desde su blanco trono, desde su blanco altar de perlados modales,
grita. Y rompe su grito los irisados cristales.
En esos vidrios se refleja ahora la reina, cruel transparencia, tan vacía como
la niebla, tan pura sin sentido, tan tristemente sola. Ella deja pasar la luz
como esos enormes ventanales, y su corte confunde, y piensa que brilla cuando
tras ella el contraluz le dispara su elegante blanco, porque la luz no puede atrapar, los rayos la atraviesan
como si nada fuese, como si nada tuviese, como si nada retuviese.
Pero retuvo. Vaya si retuvo. Retuvo y ella lo sintió desde
el principio, fuera cual fuera. Retuvo sus lágrimas cuando la luz cegaba sus
ojos, retuvo su grito cuando el frío pegaba sus blancos labios, retuvo su ira
cuando el blanco disfrazó sus formas. Pero ya no respira ese are impoluto.
Los jarrones de blancas flores se estrellan contra el suelo.
La reina loca gira sobre sí misma en ese inmenso salón, grita, ardiente,
derritiendo los diamantes que la aprisionan, arremete contra el frío que la rodea
con fiereza animal descontrolada. Pero el seco frío la hiere, intenta encerrarla
para siempre de nuevo en ese claroscuro de hielo.
Sus lágrimas al fin salen. Salen y gotean sobre el blanco
suelo, rojas como las rosas primaverales que se esconden tras esas paredes.
Rojas, rojas, y el rojo extiende su enfermedad, el rojo que al blanco marchita.
La reina ha dejado de bailar ese vals sin compás y observa
el suelo, como el mármol quiebra ante el carmesí que fluye como una estrella
viva en todas direcciones en cada gota que cae, en cada vírico beso que fluye
de ella y mata con su calor. Una macabra sonrisa le atraviesa el rostro.
Ha tomado su afilada corona, un trozo de su torre de Rapunzel,
el uso de la rueca de Aurora, la manzana envenenada de Blancanieves, y lo empuña, su redención, con una
determinación lejos de toda moral formal, de toda compostura sana, lo empuña
desde la locura de su propia identidad.
Sus ojos se vuelven felinos, enormes, frenéticos mientras
observan salir la sangre de sus muñecas, de su pecho que se atraviesa con
violencia una y otra vez, tan ansiosa de hallar su bella esencia, dentro, más adentro…
De las paredes florecen grietas mientras la sangre asciende por ellas impulsada por una
mag ia oscura, sentida. La melancólica
tristeza es destruida por el ardiente deseo, por un beso de libertad.
Una hiena albina manchada de carmín, enferma en celo, ríe
ahora sobre la carnicería mostrando su oscura alma, sus ensangrentados iris
mirando al cielo que asoma por el quebrado techo. Y a su alrededor los
escombros caen, las arañas de cristal se estrellan mientras el fuego se
extiende por floreros y manteles…el carmesí baila ahora por las blancas ruinas
con la reina, danza en oscuros delirios de espirales sanguinolentas, mientras la inmensa casa de muñecas se
destruye en truenos y decadente armonía…
Nuestra reina ha salido del tablero de ajedrez y su batalla
blanca y roja antes de que las llamas lamieran sus rasgos, se ha adentrado
lejos de los caminos amarillos.
Y siguiendo el degradado del encendido cielo del atardecer
que se pierde tras las copas de los árboles ha llegado hasta donde el sol besa el agua
salada. Se ha mirado en su turbia superficie. Como el rojo que la ardiente
esfera drena en el horizonte, rojo es su reflejo, roja su corona, roja la luz
que desprende, la intensa luz del nacimiento del anochecer.
Roja, Roja, Reina Roja bajo las estrellas, que persigue la
muerte del sol, camina desde la orilla hacia el abismo antes de desplomarse,
antes de disolverse en la oscuridad de las profundidades, antes de que las mareas
la arrastren hacia dentro, más y más adentro...
L.G

