Yo estaba en mi cuarto cuando oí la explosión que rompió el
silencio de la noche. La ventana proyectó una potente luz que relampagueo en la
habitación y después bailo por las paredes. Sin duda reflejaban la sombra
del fuego. Asustada me asome y a través del cristal pude ver en lo que fue la
casa de mi vecino una enorme hoguera. Baje las escaleras y salí de casa. Mi
padre y mi madre ya estaban en el jardín, con el rostro desencajado del espanto
y la vista alzada hacia la estructura flameante. Las llamas lamian las puertas
y ventanas intentando alcanzar el cielo, mientras el negro tiznaba las paredes extendiéndose
como una marea hambrienta.
La gente comenzó a rodear la vivienda, y los gritos de
horror y el llanto acompañaron al repiqueteo de las llamas. Una nueva explosión
hizo saltar un ventanal y alcanzó con su lengua de fuego gran parte del césped.
Algunos árboles comenzaron a quemarse también, setos y enredaderas, como un macabro
decorado navideño. Todo empezó a arder, el jardín se convirtió en un muro de
infranqueable que rodeo la casa. La horda de vecinos pisaron el césped intentando
paliar las llamas, pero la estación lo había dejado todo seco, demasiado apetecible
para el fuego, que se relamía con cada brizna.
Mis padres fueron detrás de casa para coger la manguera. Yo
corría arriba y abajo de mi valla intentando divisar alguna figura entre el
fragor de las llamas, y fue entonces cuando lo vi.
La puerta trasera se abrió dejando asomar las llamas y de su
interior salió caminando con dificultad el hijo de los Benet. De estatura
media, el pelo castaño liso le caía sobre los ojos…y de su espalda afloraban sendas
llamas azuladas que se abrían paso a través de su camisa hacia la piel.
Con una capacidad de reacción desconocida en mi salte en dirección
al estanque de su vivienda, me quite los tenis y los llené. Volé quemándome los
pies hasta donde él se había arrastrado lejos de la casa y le apagué las llamas.
Y lo cierto es que debí haber sido más observadora…
…porque a partir de entonces todo acabó.
Observadora en distintos puntos: debería de haberme extrañado
que un joven al que le crecen llamas de medio metro desde la trasera pudiera
caminar. Quizás debería haber apreciado la divergencia de tonalidad entre las
suyas, azules y danzarinas, y las de colores amarillo, rojizo y anaranjado que
devoraban todo a su alrededor, un contraste abismal. Quizás debería de haberme
extrañado que cuanto le apagué, literalmente, la espalda, vislumbrara a través
de un enorme boquete en la camisa su inmaculada piel blanquecina, sin quemadura
alguna ni contusión. Quizás debería haber sospechado algo cuando se volvió y me
miro con aquellos ojos del color del mar profundo, tan absorbentes como el
oleaje, pero solo pude sentir que se me aceleraba el corazón a un ritmo
alarmante, y que quise besarle.
Si ya me lo decía mi profesora de mates, que no iba a
ninguna parte si seguía sumando con los dedos. Jodida agilidad mental, que solo
cuando me hundió los colmillos en el cuello pensé: “Este chico no es humano…”.
D.G.

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